domingo, 6 de septiembre de 2009

REFLEXION

REFLEXION
Cuando yo tenía siete u ocho años y quería jugar a fútbol quedaba con unos amigos. Unas marcas en la pared o unas piedras en una era, servían como referencias para las porterías. Siempre entendimos que para hacer equipos parejos lo mejor era que dos chavales eligieran de uno en uno. Evidentemente se empezaba por los mejores y se acababa con los que menos traza tenían. Si un equipo goleaba al otro, se hacían intercambios para que el partido estuviera equilibrado. Las faltas y penaltis se señalaban por acuerdo de la mayoría en un ejercicio magnífico de tolerancia. No había niño que se quedara sin jugar. Todos estos mecanismos tan sanos y tan educativos se ponían sobre el campo porque lo único que pretendíamos era jugar, divertirnos y relacionarnos con nuestros amigos. Así podíamos pasar horas y horas.
Pero llegó un día en que, con muy buena intención, los adultos decidimos regular todo esto, estructurándolo de la manera que creemos que a nosotros nos haría felices, no a los niños. El campito lleno de baches y con algún árbol por en medio, con porterías y líneas imaginarias, lo transformamos en una superficie de hierba artificial, con porterías reglamentarias con sus redes, con árbitros que tienen que decidir porque si no, nadie se pondría de acuerdo, con entrenadores que te corrigen y que deciden quién juega porque en el campo sólo puede haber siete u once jugadores por equipo, con padres que ansían que sus hijos sean un nuevo Messi o C.Ronaldo. Donde los partidos tienen un tiempo límite y empleas más minutos en trasladarte que en jugar. Y lo estropeamos porque inconscientemente ansiamos más la competición que el juego.
Otro problema que creamos los adultos son las élites, siempre con el sueño de poder pertenecer a ellas, lo que da lugar a que determinadas entidades, por su poder económico y mediático, acaben teniendo entre sus jugadores a los mejores. Pero en edades comprendidas entre los seis o siete años y los once es absurdo, pues esa captación acaba provocando resultados escandalosos. Hay equipos en la provincia de Cuenca que ganan por más de treinta goles de diferencia. ¿Qué utilidad tiene, tanto para un equipo como para el otro, que un partido acabe con un resultado así? El derrotado es imposible que haya podido dar tres pases seguidos y el que gana hace el mismo esfuerzo que si jugara sin rival. ¿Es necesario que existan humillaciones de este tipo entre chavales que sólo deberían emplear su tiempo en disfrutar? ¿Facilita la convivencia? ¿Debe un Ayuntamiento respaldar este tipo de deporte competitivo?
Cuando éramos niños jugábamos con mucho más sentido común que los adultos. Llegados a cierta superioridad de uno de los equipos, siempre tendíamos a remodelarlos. Sería muy sencillo que la Delegación de Deportes obligara en edades tempranas, cuando un equipo está goleando a otro, a que se diera el marcador por finalizado y los chavales se mezclaran en busca de un mayor divertimento y convivencia. Pero para ello deberíamos cambiar nuestra mentalidad y priorizar en ciertas edades el jugar sobre el competir.
El otro día le pregunté a un chaval, tras jugar un partido. La respuesta fue un triste "bueno...". Quise que me indicara el porqué de esa ligera tristeza y me respondió que habían empatado. Me fastidió que interpretara mi pregunta en ese sentido y le dije: "¿Pero cómo te lo has pasado?". Y me sorprendió con un "muy bien". ¡Vaya diferencia! ¡Qué rabia me da que los chavales crean que espero de ellos un resultado y no su estado personal, que me hablen de números en vez de emociones! Pero la culpa no es de ellos, sino de nuestra sociedad y de nuestra manía de que los chavales vivan como adultos. Tendríamos que aprender todos, que el deporte no es solo competición, es amistad, compañerismo, tolerancia….
Antonio Escobar Paños
Concejal de Deportes.